El arcoiris que revivió un pueblo de Islandia.
Siempre se habla del “amor a primera vista’’ enfocado en películas clásicas, pero poco se habla de ese amor que uno puede tener por lugares mágicos que la naturaleza te regala. Y que ahí están. O están siendo ahora mismo: la formación de alguno de ellos se remonta a miles o a millones de años.
Antes de llegar, ya sabía que este lugar fue formado por la marcha hacia atrás de un glaciar y por la subida de las aguas marinas, lo cual hace todo más espectacular. Aún más para mi, latino de pura cepa que no está acostumbrado a este tipo de formaciones geológicas, tan blancas, tan inmensas.
Y con ese sentimiento, desde la mirada de un ser maravillado, te voy a contar qué viví y qué sentí en mi viaje por Seydisfjordur, un pueblito del este de Islandia, donde el arco iris se pasea por sus calles y las deja así, pintadas, coloridas, orgullosas.
Somos un grupo de viajeros que ama la creatividad: el fotógrafo Patrick Vollert, la actriz y presentadora de televisión Gaby Garrido, mi querido esposo Luis Enrique y yo. Ya llevábamos cinco días dando la vuelta al sur de este país, con paradas en Vik y Hofn, y nos dirigíamos por la carretera al norte: seis horas de ruta hasta Akureyri, la segunda ciudad más poblada (18.191 habitantes), después de la capital Reikiavik (122.853).
Ya habíamos visitado cascadas y cañones dentro de hermosos parques naturales, libres de pagos de entrada. Habíamos disfrutado de amaneceres con arcoíris incluídos, que por lo cambiante del tiempo eran fugaces: apenas unos minutos para disfrutarlos y hacer una foto mental para llevarte al final del viaje. Durante dos días casi completos habíamos recorrido el glaciar más grande de toda Europa, el Vatnajökull y sus lagunas con hielos, focas y demás hermosuras que solo este fenómeno natural te puede ofrecer. Era momento de ver qué encontraríamos en otro punto cardinal.
Mientras avanzábamos en el carro, llevábamos impresa en la retina aquellas bellezas naturales. Nos fue muy valioso haber organizado los destinos, paradas, días y horarios porque si nos dejábamos llevar por lo hermoso que descubrimos al manejar hubiéramos parado decenas, cientos, miles de veces.
A la mitad de ese viaje del sur-este al norte, teníamos claro que queríamos llegar a desayunar y disfrutar de Seydisfjordur, conocida por su calle pintada de los colores del arcoíris que terminaban frente a una iglesia. Solo ese contraste nos generaba curiosidad. Pero lo que ninguno de nosotros cuatro sabía, es que en menos de quince minutos este pequeño pueblito nos iba a tragar en su ritmo creativo, silencioso e inimitable.
Al descender del auto, Patrick ya caminaba con la cámara en la mano. Tiempo después me contará que estaba encantado con “la tranquilidad que se veía reflejada en el agua que rodeaba al pueblo”. Que “los reflejos de las edificaciones y sobre todo de los barcos en el puerto transmitía una especie de espejismo, una ilusión que atrapaba tu mirada”. Y que sentía que los paisajes imponentes “entraban en contraste con las calles llenas de tranquilidad en donde parecía que las personas todavía estaban dormidas o simplemente era tiempo de estar en casa”. “Me llamó mucho la atención la cantidad de color que había en las edificaciones, colores intensos que marcaban su presencia hacia los tonos fríos del clima”.
Lo sentí así, tal cual. Sentí, también, la fascinación de estar caminando en un país mágico. Un país con el poder inmenso en renovar energías corporales en cuestión de minutos. Bastaba con cerrar los ojos un minuto y respirar el poder de las cascadas, cañones o glaciares y sentir que por dentro tu cuerpo hacía lo mismo… fluir y ser más agradecido y libre.
Bajo un cielo celeste intenso, caminamos junto a un símbolo de respeto, tolerancia y diversidad: un arcoiris pintado en la callecita que termina en una iglesia tan blanca como los picos de las montañas que nos rodean. Parecía un cuento, una pintura en acuarela. Me emocioné. Y en esa caminata encontramos el Hotel Aldan, que parecía una casa de abuelita bien renovada, de madera y con detalles hermosos, y que era el único lugar abierto para desayunar.
Nos gustó. Entramos. El precio del desayuno que, es abierto y puedes repetir las veces que quieras, es de aproximadamente veinte dólares. Hay pan calientito recién salido del horno. Me preparé tres emparedados con huevo duro, queso local y mermelada de frutos rojos. Hay algo peculiar que me pasa y es que la emoción me genera hambre. Cuando me siento feliz en un lugar, en este caso este hotelcito hermoso, quiero equiparar la alegría que me dan mis sentidos, con el de mi barriga =).
Y con el corazón contento, a los pocos minutos, vi a un señor con una expresión amigable. Lo saludé y me respondió con palabras de pasión y amor sobre su pueblo. Entablamos una charla. Me enteré que su nombre es David Kristinsson, dueño de no solo este hotel, que tiene dos restaurantes, sino también de varios otros proyectos que buscan preservar antiguas casas o edificios, con la intención de renovarlas para que sean hoteles y restaurantes poco a poco. Me habló directamente del orgullo en no modificar la arquitectura y ambiente local, por cosas modernas que no transmiten su identidad creativa.
Aquí es donde la intriga explotó y le pedí el favor de contactarlo para poder hacerle una entrevista más detallada, de encontrarnos de nuevo, y que mi amigo Patrick, que ya tenía mucho tiempo haciendo fotos en cada espacio del pueblo, le hiciera un retrato para ustedes. Aceptó.
Antes de volver a encontrarnos, mientras miraba el pueblo espejado en el agua, pensé en que en David habita el sentimiento de “persona que viene de pueblo pequeño”, y entonces conecté con mis orígenes en Panamá, al haber venido de Las Tablas. Energía como la de él no se ve frecuentemente en ciudades grandes, ni en muchos lados.
Nos encontramos con David. Estaba ocupado en renovar su casa que fue fuertemente destruida por un deslizamiento de tierra. Me contó que, como la suya, hay otras 13 que fueron dañadas y que calculan que existen 25.000 metros cúbicos que todavía no están estables alrededor de la montaña que abraza las casas. “En los próximos meses sabrá si podrá seguir viviendo ahí porque actualmente es una zona de peligro, pero muy positivo que encontrarán la manera de arreglarlo”, me dice David.
Cuando le pregunté sobre la posibilidad de mudarse, rápidamente me respondió que confía en que se podrá desarrollar un sistema que drene el exceso de agua y, de esta manera, podrían quedar ahí. Es un sentimiento de confianza genuina a su gobierno local que me sorprende, y al mismo tiempo contrasta épicamente la que tengo yo por el mío.
Conversamos sobre su hotel: »Siempre ha sido un negocio familiar y queremos que siga así”. El negocio lo tiene con su hermano y hace 2 años se unió con un ciudadano holandés que les ha ayudado a seguir creciendo. Y la idea de esta empresa es manejar la mayor cantidad de casas viejas y renovarlas. Ahora tienen nueve que están renovando para la próxima temporada. Es difícil porque es muy costoso, pero esa es la pasión que los mueve.
Y también conversamos sobre la comida: manejan dos restaurantes, uno de cocina escandinava y otro de sushi que empezó porque “en la isla no había y nos provocaba”. La conexión con el mar es directa y parece lógico hacerlo. Trajeron a un chef de los Estados Unidos y desde hace seis años que trabaja con ellos. Lo considera como de los mejores en Islandia. Honestamente quedé picado en regresar solo para comer en ese lugar.
Y cómo no vamos a conversar sobre el camino de arcoiris. Aquí es donde aparece, otra vez, la sorpresa de dejarse llevar por el viaje. Me contó David que un día su esposa le dijo: “Tenemos que hacer algo con esa calle… está muy triste». Luego hablaron con dos señoras mayores y dijeron »qué tal si pintamos» y le preguntaron a él »si pintamos la calle ¿nos ayudarías a hacerlo?».
La primera vez fue en la noche de un viernes del año 2016. Eran cinco o seis personas. Cuando lo hicieron por segunda vez eran veinte. Y así fue creciendo para recibir a gente de todo el pueblo, de todas las edades, géneros y orientación sexual.
-¿Hay alguna fecha para pintar la calle?, le pregunté a David,
-No, pintamos cuando sentimos que la primavera se acerca. Todo depende del clima.
Me quedó resonando en la cabeza la idea del clima. De acompañar el fluir del mundo, de moverse acorde la naturaleza, de dejarse ser…
-¿Hubo algún tipo de problemas por pintarla frente a la iglesia teniendo el cuenta el simbolismo del orgullo LGBTQ+?
-No, no. El padre está de acuerdo, a él le gusta muchísimo y celebra la diversidad.
Unas horas después, seguiremos nuestro camino por la carretera rumbo al norte. Alejándonos de ese pueblo que se fundó a principios del siglo XIX. Que con la pesca pasó a constituirse como la localidad más próspera de Islandia y que cuyos edificios históricos y hermosos se remontan a esa época.
Un pueblo que tuvo una caída económica, que fue base de los ejército nortemaerincano y británico, y que en los últimos años encontró una nueva esperanza al recibir a viajeros de todo el mundo. Y allí estábamos como nosotros, maravillados con sus colores y su amistad, en un pueblo que revive y que te espera para que revivas con él.
Esa noche al llegar a nuestro destino, en la cena, Gaby hablará de “nostalgia de la buena” al recordar Seydisfjordur. Descansaremos y dormiremos en paz. En la mañana siguiente, unos antes de meditar, correré la cortina para ver otra vez el amanecer en uno de los lugares más hermosos del mundo, siempre orgulloso de ser homosexual y contar con aliados como David, su esposa y las señoras mayores que tuvieron la iniciativa de ser solidarios y que hoy resuenan por el mundo entero.